Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de
barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se
precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre,
y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
Este es el comienzo de la novela
emblemática e inevitable de García
Márquez: Cien años de soledad. Es un comienzo, para muchos de nosotros,
tan evocador como el del Quijote a
pesar de que, según su autor, no era la mejor de sus obras (Gª Márquez prefería
El amor en los tiempos del cólera). Para
una gran mayoría de lectores (entre los que me encuentro), Cien años de soledad fue la puerta, una enorme puerta, hacia la
exuberancia, la magia desconocida que habitaba en el mundo o los mundos de
Hispanoamérica; lugares en los que se habla nuestra lengua pero de realidades
tan distintas a la nuestra.
El escritor colombiano murió 17 de abril.
Obtuvo, por suerte, a lo largo de su vida, el reconocimiento profesional ( Premio Nobel de Literatura, Premio Rómulo Gallegos, Premio Internacional Neustadt de Literatura), la fidelidad de
millones de lectores y una vida personal intensa. Estos motivos hacen que su
despedida no sea triste, sin embargo como lectora “egoísta” hubiese querido que
no se muriese todavía para seguir disfrutando de su imaginación, de sus
palabras a través de otra novela, otro relato…
Siempre en tus libros, Gabo.